lunes, 12 de mayo de 2008

Libro “El mar” – Capítulo 10

RÍOS

Hay mares sorprendentemente salvajes; mares inquietos, sembrados de remolinos. Pobre nadador que se sumerja en sus aguas; no se puede nadar, luchar contra olas que no tiene orden, que no tiene dirección ni sentido. Pero hay otros, particularmente en el caribe, en donde las aguas son calmas, tranquilas, transparentes, tibias, en donde solemos descansar.
Todo un abanico de posibilidades, de formas, de maneras de ser del mar, que vive dentro de esa cuenca, de esa cuna, que la tierra le construyó para él.
Aunque es uno el mar, él se expresa de distintas maneras, con distintas formas.
El viento es como la vida del mar, lo lleva, lo arrastra, lo eleva, lo hace caer. Se unen en danzas de nubes que bailan en el aire, que chocan; que se tornan descontroladas sobre las costas y terminan adormecidas en la arena.
Las corrientes marinas son como venas, como arterias que llevan vida dentro de senderos flexibles, como lo hace la sangre en el cuerpo. Unas corrientes cálidas, otras frías, cambian los climas, los microclimas, de esos estados que tiene la tierra.
Todos estos torrentes de aguas que viajan por dentro y por fuera del mar. Corrientes con nombres de ángeles, de infantes, como si ellas fueran fuerzas inocentes; pero son como cometas invisibles que fecundan otra vez a la tierra. Llevan en sí, en sus senos, lluvias, sequías, animales, alimentos. Ellas se arrastran y arrasan como los ríos de la tierra; algunas cierran sus círculos, otras se desvanecen nuevamente.
Fuerzas que no podemos comprender, calcular, ni menos determinar.
Sin embargo él es como un espejo, una forma, una piel, que se abate entre sí mismo; que se ondula, que se crispa como un animal enjaulado cuyas rejas son cada vez más angostas, más difíciles de traspasar, de remontar. Sólo entonces le queda la retirada a través de las olas; la espuma como la baba de un animal herido que trata de entrar nuevamente en su madriguera.
De vez en cuando se ve el Istmo, aquel punto más alto que alcanza el mar como mar. Si bien puede ser nube, pero ella sólo es excusa de la huida. El mar en sí trata de elevarse, de encontrase con su origen, con la libertad que le infunde un comenta, traspasando como un espermatozoide los cielos, los espacios abiertos de los que está constituido también el universo.
Es la ola como un brazo extendido que se quiebra; en ella cuando no hay un ribete, ni una roca sobre la cual bramar; entonces allí, en esos instantes, es en los que el animal herido, en un movimiento vano, como todo humano con deseos de eternidad, clama, estira, se estira tratando de alcanzar lo que le está velado aún.
Sólo allí, esta montaña diminuta del instante, cae; como toda esperanza del hombre. Como todo idea que trata de lograr lo inalcanzable: la verdad, la libertad de ser, de conocer todo cuanto somos y cuanto nos rodea.
Después, nuevamente la calma, nuevamente el aire limpio, como cuando la claridad de tarde se torna transparencia después de la lluvia.
Momentos en los cuales parecemos dioses caídos, abandonados a nuestra suerte, como el mar.
Sin embargo, es nuestro espíritu, como el del mar, que vuelve a golpear la roca, la playa, a elevarse en ese salto inútil, salto al vacío que nos vuelve a la realidad, a esa vida constituida de instantes, como un río por donde tenemos que transitar aún; debiendo compartir las cosas con lo demás; con lo mismo que uno es, pero sólo algunos pasos atrás.

Karigüe


Con este capítulo se termina la serie de muestra del libro "El Mar". Si desea adquirir la versión electrónica del mismo puede pedirlo a info@karigue.com.ar



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Gracias. Karigüe

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