lunes, 11 de octubre de 2010

Libro “El Hombre"– Capítulo 3

EL MUNDO

¡Tenemos que morir! Qué fuerte ésta frase. Somos finitos, tenemos que hacer madurar ésta nuestra muerte; porque ella siempre está presente, como telón de fondo. La vida sólo como representación, como una tragedia o como una comedia; por momentos somos los actores, por otros solo los espectadores.
Sin embargo no dejamos de luchar, no dejamos de tratar alcanzar nuestros sueños, aunque estemos vencidos, aunque estemos derrotados. La pregunta es: ¿De y desde donde sale tanta fuerza, tanta energía, tanto espíritu?
De y desde nosotros brota un animo, una esperanza; sabemos en el fondo que somos finitos, no por eso dejamos de vivir más, con más paz, con más gozo, con más plenitud. Vemos a los que nos antecedieron, a nuestro familiares, a nuestros padres; vemos también a nuestros hijos, nietos; como todos ellos, ya como pasado, ya como futuro, estamos enfrente, estamos dando batalla.
¿Qué nos lleva a eso? Si observamos a los animales, pensamos que tal vez ellos nos se preocupan de la muerte ¿o si? Si bien la mirada de una vaca es indiferente, es como si contemplase al horizonte sin un por qué; pero como se resisten cuando presiente, cuando sabe que está por morir. Lo mismo he visto en los gallos, lo gallos de pelea, cómo tiemblan antes de entrar en la pelea, en el combate.
Es como si fuéramos, todos, tentáculos de la vida; ella seguirá existiendo como vida, cuando tu o yo nos hayamos ido; somos tal vez como escamas; pero presiento que ella también es finita como lo es el mundo, el universo.
Por otro lado surge, brota, como una confianza; como cuando los ansiamos dicen: “Tengo más conocidos allá que acá” Una dulce resignación surge desde el corazón de todo hombre; una cierta confianza, una cierta fe, en que algo poderoso rige nuestra vida, nuestros destinos.
Por momentos estamos en algún valle, por otros en lo alto de una montaña, como les ocurre a la mayoría que vivimos expuestos, que estamos en la intemperie, que avanzamos por la vida con la frente en alto, con esa dignidad que nos entregaron los que nos antecedieron, los que fueron abriendo caminos en el bosque.
Recibimos huellas. Místicos como Eckhart, como Silesios, como San Juan, abrieron caminos, poros sólo tal vez, por donde respiramos el éter puro que nos rodea, constantemente.
Están los de afuera, otras vidas, un mundo, el universo, todos ellos formando el cosmos; la otra parte tan inmensa, tan potente, sin embargo tiene que entrar, tiene que caber en nuestro corazón; porque no es en si con el entendimiento que podemos tener, contener, a tan inmensa gloria, ni con el alma que pueda almacenar conocimientos, sabiduría, experiencia, historia; es con nuestro corazón, con nuestro corazón con el que podemos amar todo lo que nos rodea y a nosotros mismos, a lo largo de la vida, del tiempo que se nos a signado.
Podemos pensar y por supuesto lo hacemos: en que no hay nada, nadie regula al cosmos, nadie está pendiente de nosotros. Porque no puede ser que una mente, un dios, pueda estar atento a todo lo que sucede. Así lo hemos pensado y así seguiremos preguntándonos también.
Pero por qué pensar que un dios puede ser como nosotros; por qué no ser unos seres más humildes, más sencillos. Y pensar que un gen podría estar preguntándose lo mismo; pero él no puede ver todo el cuerpo humano, todo lo que son ellos, solo partes de esa inmensidad que es el hombre.
Tenemos ojos porque queremos ver, tenemos oídos porque queremos oír, manos porque queremos agarrar; mente porque queremos entender, comprender, corazón porque queremos amar, etc., etc.; podríamos seguir así en numerando lo que somos, las partes que hemos sido capaces de formar, para ser lo que hoy somos: un hombre.
Un hombre que ve, que se ve; un hombre finito, un mono que piensa, barro pensativo, un ser que habla, que dice cosas, que piensa cosas, que sueña, que tiene esperanzas, miedos, temores. “…es como si la resaca de lo vivido se fuera depositando en el fondo de mi alma”: Vallejos
Si, si pareciera, que por lo menos a nuestro alrededor, fuéramos unos seres que registran, que llevan la cuenta, como si fuéramos las neuronas del mundo. Porque si hay mundo (si hay mente, es porque hay neuronas) es que hay hombres.
Solo eso parecería que hay alrededor, en las orillas de la vida, en las orillas de ese río de energía, de cosas que lleva suspendidas, que arrastra desde las montañas, desde los orígenes, y los lleva al mar, los lleva a ese manto oscuro que es la muerte.
Pero no es qué, después, esa agua que arrastra tierra, árboles, arena, vida dentro de otra vida; cuando se abate, cuando se decanta y luego el sol (ese astro que brilla en el firmamento más que todos los demás, pero para nosotros es nuestra fuente de vida) la evapora, la eleva, la desprende nuevamente de ese seno enorme que es el mar; luego nube, luego lluvia, nuevamente río, nuevamente mar.
Círculos, órbitas. ¿No será así también la vida, la muerte? ¿Por qué tendría que ser diferente, si las leyes son las mismas para todo el universo? La de la gravedad, la de la cosecha, la de la armonía, las pulsaciones, los latidos, el amor, las esperanzas, aunque con diferente intensidad ¿No son los mismos, las mismas, para todo el universo, para todo ser humano, planta o animal?
Tal vez nuestras ciencias nos están llevando a ello, a comprender al universo, a comprendernos, a entendernos: ¿qué somos? ¿quiénes somos? Sólo partes de este universo, de este cuerpo portentoso llamado universo, tal vez unas neuronas en formación, un poema de las mismas neuronas, de la misma alma del mundo.
Mundo como un cuerpo, un organismo del cual somos parte, una de las partes, ya que el mundo es la tierra, es el cielo, son los dioses, los muertos, el amor, el dolor.
Todo ello, lo sentimos como parte; no como algo más completo, como un todo; porque eso es la zanahoria suspendida delante de nuestras narices, como para tratar de morderla, pero sin lograrlo nunca. Es casi como cuando un perro muerde una piedra; unos dirán inútilmente, pero para el perro tal vez es la forma de afilar sus dientes, para cuando el toque morder un hueso.
No sabemos, no entendemos, pero no por eso renunciamos. Y si vemos nuestra historia, algo hemos logrado, algo estamos logrando, como lo de Eckhart, como lo de Silesius, como lo de San Juan.
He ahí, que hoy sentados alrededor de la mesa, nos miramos a los ojos, nos contamos la historia que cada uno ha tenido que pasar, recorrer, intercambiamos cosas, energías, conocimientos, a través del lenguaje. El lenguaje como la sangre del mundo, como la sangre de ese nuevo ser que está surgiendo desde nosotros y por nosotros.
Vemos a la savia cómo brota aún de la tierra; vemos como el animal se tuvo que formar un corazón para desprenderse de la tierra y tener su propio sistema de sangre, que lo une; que intercambia entre órganos, para poder ser un astro; así también ahora el mundo está formado por cada uno de nosotros y el lenguaje como sangre. Pero ¿Estaremos formando su corazón también ó el mundo tendrá que formárselo?
¿Qué indicio, qué huella tenemos de ello? No lo sé, no lo puedo ver, porque ahora en sí nos supera, nos envuelve. ¿Será un dios? ¿Será un dios que irrumpa en el universo, en el espacio? Tal vez ya lo está haciendo, estamos ayudándolo. ¿Mantendremos el liderazgo? ¿Estará en nuestras manos el timón, el comando? o ¿Será la inteligencia artificial, la que ya la vemos actuar, venir, la que tome el lugar de nosotros? No lo sé.

Karigüe

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Gracias. Karigüe

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