lunes, 25 de marzo de 2013

Libro "Z" – Capítulo 20


EL YO MARCADO
Tener una idea; una concepción particular de lo que somos, de lo que es el mundo, el universo; sirve en cuanto es una respuesta a un interrogante que está ahí, dentro nuestro y que por lo general nos asusta, nos da pánico cuando no tenemos una respuesta.
Los dogmas, la filosofía, etc. nos dan respuestas. Y no es; que desde ésta última no sabemos nada, cada vez nos damos cuanta que no sabemos nada.
Para ello están nuestras ciencias, ellas nos van haciendo ver, nos van y nos están ayudando a ver, comprender, y hasta hacer uso de lo que logramos saber.
Sabemos siempre, por lo general, un poco más que nuestros ancestros. Pero ¿Qué hace tener una idea particular, un concepto, un pre - concepto, pensamientos; qué hace al poseer una concepción, una esfinge de lo que somos?
Con seguridad no va a ser cierta, podrá tener algunas ideas, pensamientos, que nos van acercando a la verdad, a la realidad, pero con seguridad a lo sumo puede ser una aproximación.
Entonces por qué tanto esmero, por qué tanta dedicación, esfuerzo, trabajo, para arribar en algo que no tendrá valor. Que no tendrá en sí valor.
Por otro lado está la inquietud personal de querer saber, conocer, comprender, y con una agregado, el de crear, crearse, algo nuevo. No es que algo salga de la nada, como una aparición, sino como algo deductivo, algo como lo que hace la tejedora: tiene el hilado, las agujas, el deseo o la necesidad de tejer, luego sí el tejido, la forma del tejido, con su consecuente uso o aplicación.
Así pasa con la obra que uno intenta hacer. Los caminos que la vida nos ha dado para recorrer son infinitos, el tema es la precisión, el tratar de hacer con lo que se nos ha dado para hacer, algo que sirva, que sea útil, para uno y para los demás después.
Una idea entonces es mejor que ninguna idea. Más aún si una es de uno. Producto de lo que vive, de lo que sueña, de lo que siente, de las cosas a las cuales está sometido.
Pareciera que la vida está más afuera que adentro de uno. Como si la vida fuera un peso que nunca es el mismo; que hace, que permite que desde nuestro interior, desde eso que llamamos espíritu, brote, nazca, se crea, fuerzas capaces de construirnos.
Materia como la adrenalina. Como si la furia, la bronca, el odio, los rencores, los miedos, fueran leña que se quema, leña que calienta hasta hacer liquida la materia de la que estamos formados. Luego así como si fuera lava, sale a fuera, estremece, hace temblar los cimientos de lo de alrededor, convirtiéndose en la nueva piel, la nueva costra; con el alimento necesario como para que florezca la nueva naturaleza, la nueva vida, el espíritu hecho realidad, realidad como presencia, como presencia presente de lo que siempre está.
Solo una manifestación, una conversión lo que sucede. Es como si en el cosmos se encendiera una luciérnaga, para luego volverse apagarse. Así es la vida, el mundo, el universo, desparramados en ese manto de silencio y oscuridad, por donde nos lleva el tiempo. Tiempo como telón de fondo, la manifestación es la obra, la presencia de lo que es vida, de lo que somos, de ese espíritu, de ese ánimo, de esa luz, que por un momento ilumina la oscuridad.
Una palabra irrumpe el silencio. El silencio como presencia permanente, como cápsula, dentro de la cual estamos y medimos; en la cual nacemos y volvemos a morir. Como si la muerte fuera sólo la cara adversa de lo que vemos, sentimos, pensamos e inclusive soñamos.
Como si fuéramos el alma del universo, aquello que se manifiesta pero no se ve. Somos demasiado pequeños, no sólo para que el universo nos tenga en cuanta, sino para podernos ver apenas pasamos los limites de la medida, de lo que nosotros consideramos como medida.
Sin embargo contamos, tenemos a la palabra como canto, como si fuera una voz de ultratumba. Nadie ve al que la dice, sin embargo está allí, como el canto de un ruiseñor en la niebla.
La palabra como la voz del ser. De lo que estamos siendo, cuya presencia presente es solo el cuerpo. El cuerpo como pantalla, como representación; en donde se representa la tragedia y la comedia de lo que realmente somos. Una representación de algo más profundo que nuestro dolor, el dolor de vivir.
La representación de un ser echado del paraíso, del cielo, en donde los dioses viven, en donde los dioses, seres superiores habitan y forma la enramada, el tejido, la tela, el paño; que es para nosotros la oscuridad y el silencio.
Algo en que todavía no hemos entrado, permanecemos allí enfrente, frente a ese muro del silencio; desgarrando, arrancando, sonidos con forma, palabras. Palabra como si fuera una cápsula en la cual nosotros nos adentramos y luego con la fuerza de ella tratamos de remontar, de penetrar.
A veces algunos solo vuelven, vuelven de otra forma, con otros pulmones, con otra naturaleza, porque es solo diferente la naturaleza que cubre al mismo espíritu, al mismo animo.
Es lo común que tenemos con los dioses, es como la savia que pasa desde las raíces hasta el fruto.
Así permanecemos desde siempre, se nos ha dado la palabra como don, aunque en sí ya lo buscábamos con el grito, con esa insatisfacción que vive dentro de cada uno de nosotros.
Pero es así el yo y la nada, el yo presente envestido, revestido, de mundo, tratando de salir de si, de penetrar en lo que solemos llamar ignorancia.
“El yo marcado y la nada”: Gottfried Benn.
Karigüe

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Gracias. Karigüe

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