domingo, 16 de diciembre de 2007

Libro “El mar” – Capítulo I

Era un día apacible, claro, transparente; caminaba por la orilla del mar. Son momentos en que el alma tiende al reposo; pero llegan los recuerdos, nos despiertan, envueltos en esa bruma invisible, la melancolía.

Había trabajo todo el año con intensidad, y ese era el comienzo de las vacaciones tan esperadas. Caminaba lentamente, las olas del mar mojaban mis pies; era un juego con esas olas interminables, continuas, que se repiten siempre sin ser las mimas. Lo sentía al mar como vivo; no veía que era el viento, que eran otros, otras, que jugaban con él también.

Hundía los pies en la arena mojada y el mar volvía, repetía, eso que a los cinco minutos cansa, aburre.

Al mirar el horizonte, mi alma viajaba miles de kilómetros, y algunas décadas al pasado.

Recuerdo esos días en que de niño jugaba con ese mismo mar. En la arena hacía castillos, muñecos, con mis amigos, con mis hermanos, con esos compañeros de escuela, de colegio, con los que había viajado en esas añoradas vacaciones.

Recuerdo la primera vez que vi al mar, viajaba en tren. Hacía ya mucho tiempo que esperaba ver al mar. Había pasado toda mañana mirando por la ventanilla y solo veía cerros, montañas de arena que el tren serpenteaba; de vez en cuando escuchaba el pito del tren que nunca podré olvidar.

Estábamos todos expectantes. De pronto, allí entre los cerros una mancha azul, que luego se perdió. Sabíamos que era el mar. Me latía intensamente el corazón. Tenía diez años y nunca había conocido el mar; había escuchado a algunos familiares, pero para todos ellos era una cosa más. Para mí era el mar.

Sólo después volvió a aparecer. Ya se lo podía ver, se podía ver como se extendía, como iba ocupando lugar. Era un manto azul oscuro. Sólo pasaron algunos minutos para poder verlo en su total inmensidad.

Había que bajar en la estación; no recuerdo nada de ello. Sólo recuerdo las ganas que tenía de mojarme, aunque sea los pies. Teníamos que alojarnos en unas carpas que se habían levantado en al orilla del mar. Esperaba el momento sublime de bañarme en él.

No recuerdo mucho de lo que pasó después. Sólo de una chica que había conocido; de unas agradables conversaciones, tal vez las primeras, en un malecón. Era como un placita, que estaba a unos veinte metros por arriba del nivel del mar, sobre una roca, desde donde de noche se contemplaba la oscuridad en donde el mar no dejaba de bramar.

Allí las olas chocaban contra las rocas; parecía que ellas, por su firmeza, por su solidez, por su inmovilidad, lo hacían hablar al mar. Lo sentía como un animal atrapado, acorralado por estas murallas. Sobre esas murallas conversaba con aquella chica, que no recuerdo el nombre ni el rostro. Sólo de ella me quedó la sensación de haber compartido aquel momento agradable y a la vez excitante.

Han pasado muchos años desde ese primer encuentro. Al mar lo había visitado muchas veces, lo había visto por varios lugares del mundo. Daba la sensación que siempre era el mismo; cuando se explaya sobre las orillas de arenas extendidas; cuando brama por las rocas.

El viento pareciera que lo empuja, lo lleva, lo quiere sacar de su cuenca, pero él resiste. Como si el viento lo llevara a otro destino, pero él se resiste extendiendo sus alas, sus manos, y se adormece sobre la arena.

Pero cuando hay una roca, el viento es más impulsivo; lo carga, lo estrella contra ella, lo hace bramar, lo agita; es como si el mar hablara, el mar quisiera decir algo. Tal vez nos habla, pero no entendemos su idioma. Tal vez todas las cosas quieren hablar con nosotros, y nosotros somos sordos y ciegos; ciegos para ver un poco más allá de nuestras narices.

Me encantaba en Chile, en la isla negra, contemplar como ese mar transparentemente frío se agitaba como perro rabioso, golpeando para todos lo lados, como si estuviera atado por esas dos penínsulas, y no pueda salir, no pudiera explayarse.

A veces me da la sensación que un mar tranquilo como el del caribe, no tuviera nada que decir; como si estuviera pleno, como si el sol y el paisaje para él, le fueran suficientes.

Pero hay lugares, zonas, en donde el mar está más vivo, más agitado, más despierto. Pareciera que en estos lugares estuviera el límite, en donde habla.

Volvía de mis recuerdos, de mis pensamientos, y miraba como las gaviotas volaban al ras de las olas. Algunas forman como la cabeza de una flecha, como si trataran de perforar al cielo; si cielo consideramos a todo lo que está sobre nosotros, arriba de nosotros. El fondo por donde ellas volaban estaba azul. Era como una flecha flexible, una flecha cuyos cantos se contorsionaban, se flexibilizaban al son de las olas del mar.

A mis pies, los agujeritos que hacen las almejas. Esas valvas protegidas, que siempre están en todas las orillas. No ven, no oyen; pero cómo se sumergen en la arena, como nosotros en el agua. Sólo dejan burbujas como huella, como seña por donde de chico escarbaba y algunas de las ellas lograba capturar, y las ponía en un balde. ¡Qué ricas eran las Machas a la Parmesana! que preparaba Mamá.

Siempre hacía así, caminaba algunos minutos, a veces hasta horas durante la mañana, muy temprano. Luego me sacaba la remera y me zambullía en las aguas de un mar, que por la mañana estaba más caliente que el aire. Me gusta nadar en el mar, me siento como suspendido, tal vez nos recuerda nuestro tiempo temprano, nuestro primeros tiempos, cuando vivíamos en el mar. Aunque fue hace tiempo ya, nuestros genes lo deben recordar.

Nadaba paralelamente a la orilla, nunca he confiado en el mar, ni en mi capacidad de nadador. Le he tenido mucho respeto, no tanto por lo que me contaron, sino porque al nadar me siento como un minúsculo elemento, y siento su majestuosidad, su inmensidad. Un kilómetro pare él no es nada, para mi puede ser la muerte.

Las comparaciones siempre las he hecho así. Me basta mirarlo, contemplarlo, desde lejos. Sobre una embarcación, me da temor. Es como si el mar estuviera contenido, agarrado de las orillas, atado a ellas, y no pudiese salir. Yo pude vivir, existir porque me mantengo a una distancia prudencial.

Nací en un lugar alejado del mar, por esto tal vez la distancia es nuestra mejor relación. Sin embargo, su presencia me subyuga, me atrapa, me hace soñar; como con aquellas amadas; como con aquella mujer que todavía tenemos presente en nuestro corazón.

Siempre he pensado que nuestra alma es como el mar. Profunda, misteriosa, de la cual sabemos poco. Pero una vez que la pudimos sentir, ver, contemplar no la dejaremos más. Los dos son melancolía pura. Ellos guardan los tesoros de nuestro pasado, de lo que fuimos y a lo que volveremos.

Los dos nos hacen soñar, nos llevan a lugares invisibles en donde nuestros sueños parecen realidad, y en donde nuestra realidad parece un sueño.

Es el mismo mar en todas partes. Es como si el agua tuviera recuerdos, formas de relacionarse con los demás. Formas semejantes que habitan el alma del hombre. Tal vez es el origen. Un solo origen. Un solo lugar común, en donde y desde donde salieron los dos.

El pensamiento y aún la razón son orillas por donde estos dos mares se reconocen, se piensan, se sienten y conviven.

El yo como orilla, como filete por donde transitamos; sendero de cabras, camino angosto, desde donde nuestros sueños y temores se despiertan, y vuelven a quedar quietos, dormidos.

Todo un paisaje el escuchar la Tocata y Fuga de Bach. Como si estuviéramos corriendo sobre una playa en donde cae la tormenta; desnudos, sin rumbo, sin destino. Solo el viento y las nubes como cielo, y la tormenta en nosotros, sobre nosotros.

Como si el mar se hubiera elevado y nos quisiera atrapar, nos quisiera hacer volver a nuestra morada original.

Pero he ahí que somos los que han resistido, los que ya maduros abandonaron el hogar materno, paterno. Esa morada que nos cobijó por mucho tiempo; y ahora aparentemente maduros, hemos emprendido otro camino. ¡Algún día dejaremos también nuestro presente hogar, nuestro mundo rodeado de atmósfera, aire, agua y tierra, y viajaremos por otras moradas!

Nos atreveremos a viajar por otras moradas?

Karigüe

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