¡AY, las olas con las que la vida nos despierta y a veces nos estrella contra las rocas, contra esos muros de oscuridad y silencio que nos rodean!
Sin embargo está la sonrisa, la alegría cuando las cosas salen bien, cuando son naturales, sencillas, simples; como lo es una flor, un paisaje, un cielo puro, o un crepúsculo lleno de colores.
¡Cómo me encanta ver, contemplar, esos crepúsculos cuando el cielo está cargado de nubes, de nubes que dejan entrever la luz del sol que se esconde, que se resbala dentro de la noche, en los brazos del horizonte!
Eso colores: rojos, anaranjados, amarillos y a veces hasta blancos, parduscos, grises y hasta azules ¡Cómo no quedarse extasiado, cuando los últimos rayos del sol llegan atravesar las nubes por el entramado que ellas mismas tejen, y nos llegan como rayos de luz de un sol más intenso aún!
En mi niñez llegue a imaginar que esos rayos claros, eran la luz, los rayos de un dios o de quien emitía la fuerza, la potencia de la corona de un Rey. Me emocionaba en las iglesias, cuando acompañaba a la Mamá María, una hermana de mi padre muy católica. Iba todos los días a misa, repartía en el pueblo las florcillas de San Antonio, nunca creo haberlas leído, venían con muchas letras, por lo general diminutas para mi gusto. Era como unas siete paginas de letras negras. Ella rezaba frente al altar y me hacía rezar también a mi, no recuero lo que rezaba, pero miraba a San Antonio que tenia al niño Jesús en su brazos y era sí la aureola la que me impresionaba. He intentado recordar si aquello lo viví o lo imaginé. Lo que siento es que en mi memoria quedo gravada esa aureola de San Antonio, que cada vez que contemplo un crepúsculo con rayos de luz blanca, me recuerda aquel espectáculo que aún vive en mí.
Es la luz la que nos llega, la que despierta en nosotros lo nuevo, el amanecer, la aurora. La contemplaba aún cuando solo había claridad, luego el sol comenzaba a salir, como solíamos decir, pero en realidad comenzaba a subir, a trepar al Misti, el volcán de mi pueblo; primero con una luz intensa, para después lentamente irse apagando. Subía en el amanecer y caía en el anochecer. Dos momentos en los que me quedaba extasiado, y aun me quedo. Momentos que siempre me acompañan, y desde donde me erijo.
Luego el día en donde pasan cosas y se ven a la luz; conversamos, trabajamos, convivimos, intercambiamos bienes. A veces somos esclavos y otras no, a veces pensamos, a veces tenemos ideas, conclusiones parciales.
En la moche todos soñamos, algunos tal vez no recordamos, pero todos soñamos, queremos soñar cuando dormimos. Escombros de lo que somos, matizados con deseos, ilusiones, o simplemente esperanzas.
Pero el sueño es hermoso aún cuando sea una pesadilla, allí somos indiferentes, todos somos dioses, nos puede pasar de todo. El sueño no es la consecuencia de lo vivido solamente, sino que lo vivido abre la puerta a un mundo en donde lo que vivimos dormidos es otra vida, otro mundo, otro universo.
Deseos reprimidos tal vez; deseos de castigo; miedo al castigo, puede ser. Pero un sueño es el encuentro no con nuestra sombra ni menos con nuestra huella, sino con aquello que va adelante, que está delante de lo que somos, de lo que pensamos, inclusive lo que soñamos. Es el encuentro con el silencio.
El sonido fue, es y será lo anterior a la luz. La luz nos llega primero porque ella viaja aún por el vacío, mejor en el vacío que en las cosas. El sonido viaja por las cosas, necesita a las cosas para poderse desplazar, para poder llegar a lo otro, al otro. Necesita del universo, del mundo, para estar presente, para estar aquí.
La luz ilumina y puede dar hasta calor. Puede quemar a la materia, puede transformarla y aún como diría Heráclito: puede ser el elemento primero. Energía pura, energía que ilumina al mundo. Esa es la luz. Esa es la idea.
La oscuridad alberga al silencio. Puede existir la luz sin el sonido; puede desplazarse la luz en el silencio. La luz y el vacío son como hermanos. Habitan al universo. Pero el silencio es ausencia, el silencio está en la luz, en la oscuridad, en el movimiento.
Todos los sonidos están almacenados en nuestro cuerpo, en nuestros genes; cada uno de ellos guarda para si, lo recibido, lo ya recibido.
Pero es el eco el patrón de la medida. El mono que mide, mide con algo que compara. Lo que compara nuestro cuerpo mudo es la suma de todos lo sonidos del universo, con el sonido recién llegado, con el sonido nuevo, recibido por medio de nuestros sentidos, del sentido del oído.
Ser un animal que mide, ser un ser que mide, es ser aquel que compara el silencio como suma de todos los sonidos almacenados, con lo que escucha, con lo que oye.
El gruñido, el grito, la palabra, la poesía, son la cresta de una ola, mejor dicho de dos olas: una que surge de los tiempo infinitos, de los tiempo remotos, de aquello sin cuenta y sin medida; la otra que brotada de nuestro espíritu, de nuestra inquietud, de nuestro mundo, de aquello que estamos creando.
Es la dulzura de la armonía de una melodía la que impacta a todo nuestro ser, más aún lo construye, le da otro piso, otro pedestal.
Allí estamos parados, detenidos, extasiados. Bueno, ese éxtasis es lo que somos, es lo que es el mono que piensa, que mide.
Es entonces el silencio, el telón de fondo para que el hombre pueda ver, contemplar su verdadero rostro de mil aristas que han llegado a ser, a convertirse en puntos tan diminutos que nos hace pensar que somos compactos, continuos. Sin embargo solo somos un agregado, un conglomerado de cosas, de recuerdos, de sonidos, de figuras, de colores.
Un rostro reflejo del universo de los universos, del tiempo de los tiempos, del ánimo de los ánimos; pero, pero en construcción, es decir vivo aún.
Karigüe
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