Sabemos tan poco, tan poco de todo. Sólo tenemos lo cercano: nuestro cuerpo, nuestro mundo, la tierra, el mar; sólo a través de ellos sabremos algo más.
Al mar lo vemos algunas veces de color azul transparente, otras de color marrón; vemos sus orillas cómo lo separan de la tierra: límites flexibles, piel que late, piel que guarda el misterio de sus profundidades ¿No es así en el hombre, la palabra, su lenguaje: piel que separa al cuerpo mudo del espíritu?
Todo un mundo es el mar. Un ser oscuro que vibra, que se retuerce como un gusano, como una serpiente; que se eleva, que cae; que muerde a la tierra, a las rocas las desmorona siempre, para luego retirase como animal herido. Una fiera salvaje que brama. Un gigante vivo comparable sólo al casco azul, a la tierra adormecida.
Lo que lo contiene al mar, lo que lo retiene, lo que lo calma, son sus orbitas invisibles que tiene que cumplir. El hombre tiene dentro de sí aquello que lo contiene también, aquello que lo calma, porque presiente lo superior.
Tanto el pasado como el futuro son presentes; están ahora aquí, no los podemos ver, sentir; sólo pensar, solo soñarlos, y así por instantes sentir la unidad, sentir que el tiempo solo es una excusa, para ver, para sentir, para desarrollar cosas; sentidos, que nos hagan ver lo que somos: Una unidad que sueña.
Nuestro sueño, lo que soñamos, es un sentido del espíritu anidado en el alma.
No podemos alcanzar las estrellas, pero construimos las naves que nos llevaran a ellas; no podemos tocar el pasado ni el futuro, pero estamos construyendo un mundo representado, un mundo hecho imagen, en donde por instantes serán soñados, serán nuestros.
Lo inmediatamente superior es una ilusión que sueña, alguien más profundo, más intenso que nosotros: la mismisidad; aquello que tendemos ser, siendo ya, estando ya presente, pero fragmentados. Uno de esos fragmentos es el mar.
Si sentimos, si presentimos que la orilla es como la piel del mar, es porque hemos copiado, hemos construido, algo similar: la palabra.
El mar se está yendo, nosotros también nos vamos retirando, dejando a la tierra al descubierto. Vemos sólo aquello que dejamos atrás; luego nos sorprendemos de lo que llevamos adentro, lo que somos.
Sin embargo, en los límites hablamos, bramamos como el mar. Carcomemos, corroemos a la roca para luego abandonarla hecha arena. En el fondo nos molestan las formas; la forma es algo que es sólo por un tiempo; nosotros queremos, buscamos lo que es siempre, y lo que es siempre es lo diminuto, aquella materia impalpable, aquella materia cerca de la nada, aquello que sólo es esencia, no presencia.
Volvemos, estamos volviendo entonces a lo elemental. Tal vez siempre lo hemos hecho. Lo que ha estado sucediendo es que por algunos instantes nos demoramos, quedamos encantados por el movimiento.
La piel del alma es el límite entre el cuerpo mudo y el espíritu. La orilla de la tierra y del mar. Momentos de calma por instantes, como en paz; otros inquietos, como si alguien tratara de unir las partes y mantenerlas separadas a la vez.
Todo el universo participa, pero solo lo cercano lo podemos ver.
Son las mareas latidos extinguidos, suspiros profundos de nostalgia, de lo que fue nuestro, y ahora ya no nos pertenece.
Entonces ayudados por hermanos bondadosos, volvemos; siendo agua evaporada, nube, recuerdos, melancolía que se eleva para ser lluvia, alegría o llanto.
Volvemos a fecundar lo que era nuestro a través de los ríos, de un mundo temporal; ríos de nuestra alma que llevan ideas, pensamientos que recorren a la ignorancia inmóvil, recreando así, nuevamente el jardín olvidado.
Somos sólo una imagen en donde el recuerdo vive. Es amor aquello que no podemos olvidar, fue nuestro, sigue siendo nuestro, aún en el olvido, o en el aturdimiento, que es lo mismo.
Es entonces nuestra memoria sólo una ventana, una ventanita por donde miramos los mundos, pero que aún no los podemos ver y contemplar con claridad, porque lo demás participa como bruma, como niebla, protegiendo al pequeño gladiador que dice: pienso luego existo.
¡Ay las galerías del alma! ¡Las profundidades del mar cubiertas por la niebla de astros amigos y bondadosos! Todo ello tan lejos y tan cerca a la vez..
El foco de nuestra visión es el presente, es el yo, es la conciencia; todos ellos definidos, casi precisos, pero sólo para permanecer un cierto tiempo, hasta consumir la batería que no tiene posibilidad de cargarse, de recargarse nueva - mente.
Sólo están esos instantes de plenitud en los que contemplamos lo que presentimos, lo que somos; después la huella, el rastro de aquello grandioso: la presencia, nuestro rostro, nuestra mente, nuestra alma, nuestro espíritu.
Solo tenemos sentidos para la parte, para esa parte de la que está hecho el mundo; esa cúpula, ese templo en donde solemos orar, en donde solemos rezar, contemplar lo que contiene el cáliz: lo que somos.
Sólo algunas veces rozamos los labios, nos mojamos los labios, sólo para el sabor de aquello que todavía no podemos beber; no podemos contener:
Lo que somos.
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Gracias. Karigüe
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