Karigüe
Anticipos del libro:
"EL ESPACIO CERRADO DE LO ARTIFICIAL""
Sobre el sentido común.
Lo que denominamos, en sentido amplio, mundo burgués, poseía una coherencia y unidad que el actual ha perdido. Por eso ya nos resulta difícil comprenderlo. Trataremos, breve y parcialmente, de averiguar por qué, indagando en las vicisitudes del sentido común. El sentido común se ha presentado frecuentemente como el arsenal de la mediocridad, un depósito abarrotado de evidencias, de lugares comunes y de todo lo que no merece ser dicho, acumulados por quienes unen a la incapacidad de reflexionar por sí mismos la pretensión que esta incapacidad comporta frecuentemente como contrapartida. Sin embargo, la experiencia nos enseña que si bien el filósofo no debe esforzarse en ponerse de acuerdo con el sentido común, es recomendable inspirarse en él. Pero debemos recordar que en nuestra juventud y, sobre todo, en la de nuestros padres, antes de la guerra del 14, se hacían las más fantásticas ilusiones sobre la solidez y resistencia del sentido común, mientras que nuestra generación, aún terminadas las grandes guerras, lo creíamos a prueba de todo y, por esta razón, parecía indigno de interés y, aún, sospechoso. Podíamos depreciarlo como Flaubert desaira Charles Bovary comparándolo con la chatura de las aceras por las que transitan todos los lugares comunes. Lo mismo ocurría con ciertas ideas entonces corrientes sobre la justicia y sobre la libertad, porque teníamos la ingenuidad de creer que esas ideas sobre las cuales parecía sustentarse lo que podríamos llamar una democracia liberal, no podían seriamente ser cuestionadas. Pero en esas condiciones, esas ideas parecían impropias para estimular una reflexión cualquiera, mientras que los problemas religiosos o metafísicos, por las controversias mismas que suscitaban, no sólo entre los hombres sino en el interior de cada conciencia, me parecían muy dignas de la consideración de un filósofo y que consagrase a ellas toda la fuerza de su atención y la meditación de que fuera capaz. Uno podía apropiarse de las palabras, aún siendo adolescente, del viejo Goethe para quien toda cultura es una prisión cuyas rejas ofuscan a los transeúntes y el prisionero, el que se cultiva, choca contra sí mismo; pero el resultado de sus esfuerzos es una libertad bien ganada.
Pero después de esta época, de la cual nos separa un abismo, las perspectivas se han transformado completamente. En Miradas al mundo actual, Paul Valéry escribió que “los hombres de cierta edad que han conocido una época completamente distinta han admirado cosas que ya casi no se admiran. Han visto, vivientes, verdades que están casi muertas. Han especulado, en suma, sobre valores cuya baja o hundimiento es tan claro, manifiesto y ruinoso para sus esperanzas y sus creencias, que la baja o caída de títulos y monedas que, como todo el mundo, habían tenido antes por valores inquebrantables. Han asistido a la ruina de la confianza que tuvieron en el espíritu, confianza que fue para ellos el fundamento y, en cierto modo, el postulado de sus vidas” (1).
En verdad, se trata de algo más que de la confianza en el espíritu si nos detenemos a observar la comparación capital esbozada por Valéry en el pasaje citado entre los fenómenos morales y el fenómeno monetario o fiduciario.
Pero ante todo convendría definir lo mejor posible qué se entiende por sentido común. Pese a la conexión que liga ambas nociones, no habría que confundir el sentido común con el buen sentido, es decir, con la sensatez, de la que dispone el que tiene buen juicio, es prudente y cuerdo. Entendemos por sentido común la facultad, que la generalidad de las personas tiene, de juzgar razonablemente las cosas (D.R.A.E.). Por eso decimos que una idea o una persona son insensatas cuando se dicen o se hacen cosas carentes de sentido común.
El problema del sentido común excede los límites de la psicología. Los filósofos del sentido común, como un Reid, por ejemplo, no han sido esencialmente psicólogos y se comprende muy bien que en una época en que la psicología estaba sin duda mejor considerada que hoy, es decir, en la segunda mitad del siglo XIX, esos filósofos hayan sido considerados con profundo desdén. Por lo contrario es cierto que desde el punto de vista fenomenológico el pensamiento de esos filósofos recobra un interés y, hasta cierto punto, un valor positivo.
En estas condiciones, el problema que se aborda aquí no sólo consiste en preguntarse por qué ciertas disposiciones interiores han cambiado. Como en todas las cuestiones que tienen una verdadera importancia filosófica, la distinción entre interior y exterior, entre subjetivo y objetivo, debe ser rebasada. Por supuesto que hay que indagar por qué el buen sentido, el sentido común, han sido depuestos, en cierto modo, en nuestros tiempos, pues la frase liminar del Discurso del Método nos suena de una manera diferente de cómo lo hacía un siglo atrás. Pero lo que importa subrayar es que estamos en presencia de problemas que interesan, que importan a la ciencia del hombre en su conjunto, es decir, a la antropología filosófica, en la medida en que se refiere a una cierta visión del mundo: “Pues el sentido común es la cosa del mundo mejor compartida pues cada cual piensa estar tan bien provisto de él que aún quienes son los más difíciles de satisfacer en cualquier otra cosa no acostumbran desear tener más sentido común que el que tienen. En lo cual no es posible que todos se equivoquen; pero más bien esto atestigua que el poder de juzgar bien y distinguir lo verdadero de lo falso, que es propiamente lo que llamamos el buen sentido o la razón, es naturalmente igual en todos los hombres; y es así como la diversidad de nuestras opiniones no proviene de que unos sean más razonables que los otros sino solamente de que conducimos nuestros pensamientos por caminos diversos y no consideramos las mismas cosas. Pues no es suficiente tener una buena mentalidad, sino que lo principal es aplicarlo bien. Los más grandes espíritus son capaces de los mayores vicios como de las más nobles virtudes, y los que sólo marchan muy lentamente pueden avanzar mucho más, si siguen siempre el camino recto, cosa que no hacen lo que corren y se apartan de él” (2).
Es necesario subrayar que no se trata aquí de refutar la identificación de la razón y del sentido común que es presentada por Descartes como obvia, sino que en el mundo humano actual, el sentido común ya no aparece más de manera evidente como la cosa del mundo mejor compartida y que, por otra parte, hemos perdido la confianza de Descartes en lo que hay que llamar, técnicamente, la univocidad de la razón. En un lenguaje más simple, esto quiere decir que la idea de la razón ha perdido para nosotros la simplicidad o la evidencia que asumía todavía en el siglo XVII. Esto depende de causas profundas que irán apareciendo más adelante, además de tener conciencia, por lo menos indistintamente, de no saber muy bien qué es la razón y por eso rechazaríamos identificarla con el sentido común. Lo que llama la atención es, justamente, que la mayoría de los intelectuales –incluidos los filósofos- aparecen en su mayoría despojados de sentido común y, en cambio, en la gente de condición modesta encontramos hoy a menudo esta cualidad tan preciosa que se llama sentido común. ¿A qué se debe esto? Probablemente al hecho que esas personas de condición muy modesta han mantenido un contacto inmediato no solamente con las cosas, sino con la vida. Las temibles ideas generales, de las que tenemos tantas razones para desconfiar no se han interpuesto entre ellos y la humilde realidad que es la suya. Cuando por azar tienen ideas, son siempre dignas de interés y de atención, porque emanan directamente de su experiencia. Si tienen sentido común, no concluiremos que no leen los periódicos, sino que experimentan aún por su diario habitual una desconfianza de buena ley, es decir, de perfectas condiciones morales y materiales. Podríamos acercar este sentido común más a la sabiduría que a la razón, pues es en el fondo algo así como un arte de vivir, aún si es incapaz expresarse en enunciados claramente inteligibles. Pero nosotros hemos pagado un alto precio por saber que en este terreno la razón es con frecuencia curiosamente impotente y que su impotencia sólo iguala sus pretensiones (3).
Bien entendido que esto exige ser matizado, puntualizado y de ningún modo debe despertar la sospecha de defender una filosofía de lo irracional. Pero lo que es ciertamente verdadero es que si la razón puede llegar a ser sabiduría, lo es sólo con la condición expresa que se mantenga en guardia respecto de sí misma, contra sus propios excesos y toda la cuestión consiste en saber si el principio de esta vigilancia indispensable reside en ella misma. Esta es una cuestión difícil de resolver porque vemos hoy mucho menos claro que nuestros ancestros en qué consiste la esencia de la razón. Pero lo que discernimos de seguro es que esta esencia de ningún modo reside en la facultad de razonar, la más peligrosa de todas cuando se ejerce sin contrapeso y cuando dicha facultad está sostenida por cimientos empíricos insuficientes. Recordemos que el ser humano es fundamentalmente capaz de delirar, lo que estriba en el modo en que es el mundo para él que se le aparece con el carácter franco y abierto de su ser-ahí (4).
Entre todos los problemas tradicionales importa sobremanera el que surge de la razón y sus relaciones con la vida. Ciertamente no es sensato ni burlarse de un racionalismo de tipo clásico ni de una doctrina que pretendiendo oponer la razón a la vida, la declara incapaz de aplicarse a lo viviente sin desnaturalizarlo. Son visiones demasiado simples que es necesario rebasar.
Podríamos decir que en la época de Descartes y durante mucho tiempo después de él se mantuvo una cierta continuidad entre el mundo del sentido común y el mundo de la ciencia. Pero resulta manifiesto que en nuestros días esa continuidad se ha roto. En sus Palabras sobre el Progreso, de 1929, Valéry nos ha dejado esta admirable página: “Pero el curso del tiempo, o, si se quiere, el demonio de las combinaciones inesperadas (el que extrae y deduce de lo que es las consecuencias más sorprendentes con las cuales fabrica lo que será) se ha divertido en hacer una confusión del todo admirable con estas dos nociones exactamente opuestas. Sucede que lo maravilloso y lo positivo han contraído una asombrosa alianza y que estos viejos enemigos se han conjurado para comprometer nuestras existencias en una carrera indefinida de transformaciones y de sorpresas. Podemos decir que los hombres se acostumbran a considerar todo conocimiento como provisional, todo estado de su industria y de sus relaciones como provisoria. Esto es nuevo. La condición de la vida general debe tomar cada vez más en cuenta lo inesperado. El dominio de lo real ya no está demarcado con precisión. El lugar, el tiempo, la materia admiten libertades de las que antes no presentíamos. El rigor engendra ensueños. Los ensueños se corporizan. Ya sólo la ignorancia invoca el sentido común, cien veces confundido, escarnecido, por felices experiencias. El valor de la experiencia media ha descendido a cero. El hecho de que sean comúnmente admitidos los juicios y las opiniones, cosa que antes les daba una fuerza invencible, hoy los desprecia. Lo que fue creído por todos, siempre y en todas partes, no parece ya pesar gran cosa. A la especie de certidumbre que emanaba de la concordancia de los pareceres o de los testimonios de gran número de personas se opone la objetividad de los registros verificados e interpretados por un pequeño número de especialistas. Quizás el precio que se asignaba al consenso general (sobre el cual descansan nuestras costumbres y nuestras leyes civiles) no era sino efecto del placer que tienen la mayoría de los hombres cuando se sienten de acuerdo entre sí y semejantes a sus semejantes”(5).
Dr. Raúl Ballbé
(1)Valéry, P.: Variété (1924-1944), Gallimard, Paris.
(2)Descartes, R.: Discours de la Méthode, La Pléiade, Paris, 1954, p. 126 : « Le bon sens est la chose du monde la mieux partagée : car chacun pense en être si bien pourvu, que ceux mêmes qui sont les plus difficiles à contenter en toute autre chose n’ont point coutume d’en désirer plus qu’ils en ont. En quoi il n’est pas vraisemblable que tous se trompent ; mais plutôt cela témoigne que la puissance de bien juger et distinguer le vrai d’avec le faux, qui est proprement ce qu’on nomme le bon sens ou la raison, est naturellement égale en tous les hommes ; et ainsi que la diversité de nos opinions ne vient pas de ce que les uns sont plus raisonnables que les autres, mais seulement de ce que nous conduisons nos pensées par diverses voies, et ne considérons pas les mêmes choses. Car ce n’est pas assez d’avoir l’esprit bon, mis le principal este de l’appliquer bien. Les plus grandes âmes sont capables des plus grands vices aussi bien que des plus grandes vertus, et ceux qui ne marchent que fort lentement peuvent avancer beaucoup davantage, s’ils suivent toujours le droit chemin, que ne font ceux qui courent et que s’en éloignent ».
(3)Marcel, G.: Le crépuscule du sens commun, Plon, Paris, 1958, p. 170-179.
(4)En el sentido de Heidegger.
(5)Valéry, P. en Miradas al Mundo Actual, trad. J. Bianco, Losada, Buenos Aires, 1954, p. 133.
1 comentario:
Mi saludo a Raul Ballbe. Me alegra ver que esta activo.
Marta Durantini
mdurantini@gmail.com
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