Ríos profundos, ríos del alma; nacen puros en las alturas del corazón, de esa fuente cristalina desde donde brota la vida. Parte llega del cielo y otra parte el sol del mundo, el mundo convertido en sol, derrite lo almacenado.
Baja el agua como hilos de sangre, entre las piedras, los arbustos; se van juntado los arroyuelos, como niños que quieren jugar; las montañas sólo son pliegues, repliegues que la tierra tiene, que la tierra hace, para retener el agua, embalsamada en el mar.
Pero es el roce, es el contacto del agua con la roca, que ha la misma roca, a la misma tierra endurecida, encallecida, la fecunda también. Ve entonces las montañas vestirse de verde, velas cómo les crecen arbustos como cabello que se ondea con el viento, con ese viento indiferente que se abate sobre la piel de la tierra y del agua.
Luego se juntan, como sentimientos tempranos, con esa alegría que tiene el arroyo, que tiene el amanecer de la madre naturaleza.
Ve entonces cuando se detiene, cuando los cerros lanzan manos desprendidas y hacen, forman, con el agua, esos pequeños lagos de altura. Ve también como la alegría de la niñez se convierte en juventud; es el mundo, es la familia, la cultura, que al niño lo hacen explayar, lo detienen y lo abren, lo educan.
He ahí ese pequeño lago, en donde el agua brilla; como brillan en los vientos de Agosto los eucaliptos de mi casa materna, o las polleras de gitanas, las lentejuelas de las polleras de gitanas, agitadas con el sol.
Pero el agua, el tiempo, la vida, no pueden quedarse en un lugar mucho tiempo; más aun no se quedan quietas nunca. Es así entonces que esos pequeños lagos andinos solo son tiempo explayado, vida abierta, espejo de agua en donde juegan el viento, el sol y las piedras, como lomos azotados.
Materia bendita, tierra bendita, lomo, que nos da vida, pero que nos lleva arriba de su lomo siempre; nos sostiene y nos alimenta.
Luego baja el agua, el tiempo avanza; y, los desiertos como alma antigua, comienzan a beber. Maravillosa unión, impenetrable acto, en el cual los desiertos son fecundados nuevamente; en el cual el alma, el alma del hombre comienza a ser, a despertarse, animada por esa vida nueva que ha bajado de las alturas del corazón.
Nuestra juventud, nuestra madurez y la muerte misma, pareciera que sucede en esa planicie de arena y tiempo, que es mundo. Ya en el mundo habitamos valles, quebradas, desiertos, moradas temporales en donde el habla nos trae, nos lleva, nos combina, para que seamos, para que seamos más. Parece un corral y un campo abierto y fértil en donde un pastor nos cuida, nos regula y después saca la leche y nuestra carne, para que alguien se alimente.
Solo los arrieros, los aventureros, vuelven a las montañas, pero ya no como arroyos sino como sed de ser otro, carreteando por esas pistas curvas que son las siluetas de las montañas, para volar, para desprendernos de estas leyes físicas que nos ahogan; cómo ganado que cumple una ley biológica, un destino casi marcado.
La vida llegó, fertilizó a la tierra desértica; a esa alma antigua, para rejuvenecerse. El arriero de ella es el espíritu, ese ánimo brotado de ella; de ella que lo retiene desde siempre en su vientre; pero al despertar solo algunos espíritus emprenden su camino hacia las montañas azules, hacia eso picachos cubiertos de agua blanca, esos mantos blancos lo incitan, lo provocan al vuelo.
He ahí al Cóndor, al Águila, al espíritu, jugando como niños en las alturas, soñando, creando, formando figuras en el cielo, en las nubes, allí siempre allí, en donde haya juego.
La tierra antigua, el alma vieja, miran a sus niños, los cuidad, los reciben cuando las tormentas los derivan, y los vuelve a lanzar al vacío. Son madres que saben, que ya conocen por lo vivido, que solo en las alturas está, brota, lo nuevo; en esas alturas en donde el corazón del hombre roza y bebe el néctar puro, que el dios entrega como lágrimas o como rocío.
Es el alma, mi alma, la tierra de mi espíritu, tierra vieja, sabia, que todo lo almacena. Como esa araña preñada, que comen y comen, hasta morir, y ser alimento después, de sus criaturas. Es así la tierra, es así el alma.
Cuando queremos comenzar ha hablar de la tierra, no paramos, y además no tendríamos el tiempo del mundo, para describirla.
Así también es el alma, más aun ella se sumerge en la tierra su origen; de la tierra ha brotado, de las raíces de la tierra, más aun de las raíces del universo.
Y ella como una diosa que almacena, que retiene, a flor de piel, casi cerca de la palabra. Almacena y tiene almacenado la historia del universo, de los universos.
Que tarea ardua será el tratar de hablar de ella, de describirla, de querer entenderla.
Mi alma, la que desde niño ha relucido como una morada de sueños, de anhelos, miedos y esperanzas, está allí como un recinto, como una casa materna, en donde todos los días la madre enciende el fuego y prepara los alimentos, dejando ese perfume, ese olor a hogar.
Ella mi alma temprana fue como un lago, un pequeño lago o estanque en donde me bañaba y jugaba, nos sabía de los ríos profundos que la alimentaban, ni del mar, ni sabía que ella solía convertirse en nube.
Esa es el alma, mi alma que amo aún, el alma de mi niñez. La otra, la inmensa la estoy tratando de conocer, conocer a través de describirla, de desmenuzar el dolor de mi corazón y su alegría; porque ella es como el agua que solo cambia de estado o de función o simplemente se esconde entre las cosas, en las cosas, y desde allá me mira, como diciéndome, allí estoy, pero tu tienes que decirme, cómo soy allí.
Hermosa tarea es el escribir sobre el alma, porque no sólo es hablar de uno sino del mundo, del universo y de los universos también.
Si ha leído este capítulo, me gustaría escuchar sus comentarios, enviando un mail a pensamientos@karigue.com.ar.
Gracias. Karigüe
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