Una lengua viva subía, balanceándose en el aire negro como el alma misma del fuego. Esta criatura vivía al ras del suelo, sobre su viejo hogar de ladrillos. Vivía allí pacientemente, con la tenacidad de los pequeños fuegos que duran y ahondan despacio las cenizas. Era uno de esos fuegos de un antiguo origen que nunca han dejado de ser alimentados, y cuya vida persiste, al abrigo de la ceniza, sobre el mismo hogar, desde años innumerables. Esos fuegos tiene tal poder sobre nuestra memoria que las vidas inmemoriales que dormitan más allá de los más viejos recuerdos se despiertan en nosotros ante su llama, revelándonos los territorios más profundos de nuestra alma secreta. Ilumina por sí solos, más allá del tiempo que preside nuestra existencia, los días anteriores a nuestros días y los pensamientos incognoscibles de los cuales nuestro pensamiento no es quizá sino una sombra. Contemplando esos fuegos asociados al hombre durante milenios de fuego, perdemos el sentido de la huída de las cosas; el tiempo se sumerge en la ausencia; y las horas nos abandonan sin sacudimiento. Lo que fue, lo que es, lo que será, devienen, fundiéndose, la presencia misma del ser; y nada más, en el alma encantada, la distingue de si misma, salvo quizás la sensación infinita pura de su existencia. No afirmamos para nada que somos; pero queda todavía un resplandor ligero de que somos. ¿Seré?, murmuramos, y solo quedamos aferrados a la vida de este mundo por esa duda, apenas formulada. De humano en nosotros sólo queda el calor, porque ya no vemos la llama que lo comunica. Somos nosotros mismos ese fuego familiar que arde a ras del suelo desde la aurora de los tiempos, pero del cual siempre se levanta una punta viva por encima del hogar donde vela la amistad de los hombres.
domingo, 2 de marzo de 2008
Pensamientos Celebres - Henri Bosco
Del libro: “Malicroix”
Una lengua viva subía, balanceándose en el aire negro como el alma misma del fuego. Esta criatura vivía al ras del suelo, sobre su viejo hogar de ladrillos. Vivía allí pacientemente, con la tenacidad de los pequeños fuegos que duran y ahondan despacio las cenizas. Era uno de esos fuegos de un antiguo origen que nunca han dejado de ser alimentados, y cuya vida persiste, al abrigo de la ceniza, sobre el mismo hogar, desde años innumerables. Esos fuegos tiene tal poder sobre nuestra memoria que las vidas inmemoriales que dormitan más allá de los más viejos recuerdos se despiertan en nosotros ante su llama, revelándonos los territorios más profundos de nuestra alma secreta. Ilumina por sí solos, más allá del tiempo que preside nuestra existencia, los días anteriores a nuestros días y los pensamientos incognoscibles de los cuales nuestro pensamiento no es quizá sino una sombra. Contemplando esos fuegos asociados al hombre durante milenios de fuego, perdemos el sentido de la huída de las cosas; el tiempo se sumerge en la ausencia; y las horas nos abandonan sin sacudimiento. Lo que fue, lo que es, lo que será, devienen, fundiéndose, la presencia misma del ser; y nada más, en el alma encantada, la distingue de si misma, salvo quizás la sensación infinita pura de su existencia. No afirmamos para nada que somos; pero queda todavía un resplandor ligero de que somos. ¿Seré?, murmuramos, y solo quedamos aferrados a la vida de este mundo por esa duda, apenas formulada. De humano en nosotros sólo queda el calor, porque ya no vemos la llama que lo comunica. Somos nosotros mismos ese fuego familiar que arde a ras del suelo desde la aurora de los tiempos, pero del cual siempre se levanta una punta viva por encima del hogar donde vela la amistad de los hombres.
Una lengua viva subía, balanceándose en el aire negro como el alma misma del fuego. Esta criatura vivía al ras del suelo, sobre su viejo hogar de ladrillos. Vivía allí pacientemente, con la tenacidad de los pequeños fuegos que duran y ahondan despacio las cenizas. Era uno de esos fuegos de un antiguo origen que nunca han dejado de ser alimentados, y cuya vida persiste, al abrigo de la ceniza, sobre el mismo hogar, desde años innumerables. Esos fuegos tiene tal poder sobre nuestra memoria que las vidas inmemoriales que dormitan más allá de los más viejos recuerdos se despiertan en nosotros ante su llama, revelándonos los territorios más profundos de nuestra alma secreta. Ilumina por sí solos, más allá del tiempo que preside nuestra existencia, los días anteriores a nuestros días y los pensamientos incognoscibles de los cuales nuestro pensamiento no es quizá sino una sombra. Contemplando esos fuegos asociados al hombre durante milenios de fuego, perdemos el sentido de la huída de las cosas; el tiempo se sumerge en la ausencia; y las horas nos abandonan sin sacudimiento. Lo que fue, lo que es, lo que será, devienen, fundiéndose, la presencia misma del ser; y nada más, en el alma encantada, la distingue de si misma, salvo quizás la sensación infinita pura de su existencia. No afirmamos para nada que somos; pero queda todavía un resplandor ligero de que somos. ¿Seré?, murmuramos, y solo quedamos aferrados a la vida de este mundo por esa duda, apenas formulada. De humano en nosotros sólo queda el calor, porque ya no vemos la llama que lo comunica. Somos nosotros mismos ese fuego familiar que arde a ras del suelo desde la aurora de los tiempos, pero del cual siempre se levanta una punta viva por encima del hogar donde vela la amistad de los hombres.
at 13:28
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