NUMERO
Cuando uno piensa cuántos somos y cómo aumenta la población de nuestro planeta, es fácil verse preso de un miedo apocalíptico. Su lado malo consiste en idealizar los siglos pasados con la convicción de que antaño la gente vivía mejor, algo que es, por supuesto, falso.
No obstante, los números grandes entrañan enorme dificultad para nuestra imaginación. Como si estuviéramos contemplando la humanidad de forma que no está permitido al hombre sino, quizá, sólo a los dioses. En una película la imagen de una metrópoli fotografiada desde arriba corresponde a la circulación de miles de puntos claros y pequeños, es decir, a los coches. Uno sabe que en cada uno de estos coches hay personas sentadas del tamaño de microbios. Esta disminución de las vidas humanas simplemente porque son muchas “tiene que ser la diversión de líderes y tiranos”, escribía yo en el año 1939. En otras palabras, pueden pensar en categoría de masas. ¿Un millón de personas más o menos, qué diferencia hay?
Desde una gran distancia y altura las diferencias entre las partículas humanas se borran, pero un observador normal, incluso cuando se coloca en algún sitio elevado no puede dejar de transportarse mentalmente allí, donde está el resto de las personas. Entonces tiene que reconocer que es parte de ellos. Es un golpe para su identidad, para el principio de individuación, el principium individuationis. En realidad sólo la certeza de que nuestra existencia es irrepetible, de que nuestro destino nos corresponde exclusivamente a nosotros, sostiene la fe de la inmortalidad del alma. Los grandes números no sólo son responsables de que cada vez nos apretujemos más, porque en todos los sitios, en las montañas, en los bosques, sobre las aguas, hay gente, sino porque también nos aniquila, nos impone la convicción de que no somos más que hormigas que se esfuerzan en vano y de las que con el tiempo no quedará ni rastro.
Seguro que se trata de una ilusión de nuestra perspectiva porque basta con invertir el anteojo y aumentar en vez de disminuir para darse cuenta que no hay dos individuos iguales. Entonces lo general pierde y lo particular gana. Las huellas dactilares no se repiten, tampoco los rasgos del estilo individual, aunque eso resulta más difícil de comprobar. Pero al movernos entre un gran número, tendemos a olvidarnos de ello.
No hay comentarios:
Publicar un comentario