Ver la sonrisa de un niño, más aun la de un hijo, de una hija; ver ese fulgor que emana, que brota, de su rostro, como fuente de agua pura de la alta montaña.
Cristalina sonrisa, se eleva como pétalos de rosas hacia el cielo, hacia el éter puro y transparente de una noche estrellada.
Sí, si el cosmos, es el rostro reflejado de un niño sobre el manto oscuro de la eternidad.
La vemos brotar en los prados, en los valles, en las montañas, en los bosques, en la ciudad; sí es ella, la vida; pero más vida pareciera cuando la vemos brotar en un niño. Y nosotros, esos seres irresponsables que dicen: quiero tener un hijo, quiero ser padre ¡De dónde puede brotar tal atrevimiento! Pero es así, la vida nos insufla ese ánimo, no deberíamos decir irresponsables sino irrespetuosos frente a lo que es un niño, lo que será un hombre, otra vida.
Es así como encontramos a la vida brotada para ser otra vida. Los vemos crecer, cada momento un goce, una bendición, por haberlos traído al mundo, bendición a la vida.
Aquella vida que comienza ha hablar, ha decir, ha llorar, ha reír, ha mirar las cosas, el campo, las montañas, el cielo, las nubes, con esa naturalidad de aquellos que saben, de aquellos que comprenden.
Esos tiernos momentos, años, tiempos en los cuales somos uno con el medio, con lo otro, con el cosmos; desde donde hemos brotado y a donde volveremos.
Cuánto miedo, después, a las desviaciones, al horror, a la vergüenza; todas esas cosas que forman el mundo. Vemos y tememos el pasado cercano; pero a medida que avanzamos, profundizamos, vuelve la luz, vuelve el encanto de las cosas. Es como si existiera un túnel, túneles tal vez, como cuando una carretera atraviesa una montaña; espacio oscuro que no vemos, que no entendemos.
Cómo esos extremos, límites de la respiración y la inspiración; extremos desde donde volvemos, límites oscuros a los cuales tememos o nos enseñan a temerlos.
Nuestro limites, el de las cosas, en de los mundos, son transparentes, no existen en realidad para nuestros sentidos, son como esos campos magnetizados, que solo lo sentimos cuando los atravesamos.
Pieles tal vez, lugares, zonas, desde donde podemos contemplar lo otro. Espacio vacío, pero un vacío que solo es ubicación, alrededor del cual giramos y ven nuestros ojos circulares; ven como desde el centro de una esfera, la grandiosidad de lo que somos, de lo que es la vida, el mundo, el universo, el cosmos.
Los ojos del hombre son como los ojos de un Dios, los del niño son del Dios.
Todo lo demás es espesura, es niebla, es selva, bruma, desde donde canta un ruiseñor: el espíritu del hombre, ese ánimo, el que solo habla, el que solo canta cuando hay peso sobre él, cuando hay niebla, cuando hay mundo.
¡Ay vida! ¡Ay alma! Agua, viento, arroyo, río, lago, mar, cielo, sol y luna acompañada de las estrellas.
¿Qué otra cosa puedo pedir? Amor tal vez, salud, amistad, comprensión, conocimiento, verdad, sueño, fantasía, etc.…
Y muchas veces se nos da, cuando podemos contemplar con los ojos del Dios; cuando podemos ver, pero ver con los ojos del alma.
¿Soy una alma que habita un cuerpo? ó ¿Un cuerpo desde donde se desprende un alma, desde donde brota, desde donde emana?
¡Que preguntas! Y yo sin ninguna respuesta. Las preguntas y las respuestas, aún los pensamientos, son innecesarios, cuando podemos contemplar con los ojos de un niño.
Para él todo es vivo como el viento, el sol, las nubes, las flores, los frutos, inclusive los juguetes.
Lo que recordamos con dolor, miedo y a veces con espanto, son las cárceles, las cadenas con grilletes, que no pones los mayores para ser hombres, para ser aceptados, para triunfar, para ganar y por lo menos existir como ellos ¡cómo mínimo!
A eso en nuestros tiempos lo llamamos culturización. La cultura es la naturaleza convertida, hecha útil; convertida en utilidad por el hombre.
¿Fue necesario? ¿Es necesario? Tal vez venimos de habernos impuesto, venimos de la lucha; es ella la que nos hace avanzar.
Una pregunta que deberíamos hacérnosla: ¿La lucha nos impulsa, nos motiva ó hay algo en nosotros que (como el miedo, por ejemplo) nos lleva a crearla?
La muerte, es decir la no vida ¿por qué decimos que nos lleva? Si tal vez, digo solo tal vez, nuestra existencia o presencia es como el respirar, un poco hacía afuera y un poco hacia adentro.
Desde hace tiempo sabemos que todo está aquí, ahora, en este instante, indisoluble. La eternidad del instante; lo otro niebla, bruma.
El espacio es el alma de la belleza.
Tenemos que separarnos para vernos, para saber, para conocer nuestro verdadero rostro; lo que pasa, lo que sucede es que lo hacemos lentamente y tal vez nos lleve una eternidad saberlo, pero eso no quiere decir que nuestro corazón no lo sepa.
No debería haber duda ya, que el universo es una separación; el big bang, la gran explosión es una separación, que debe volver ¿No es así el latido de nuestro corazón?
La vida en sí, nuestra vida, o existencia ¿no es así también? Una pequeña explosión, brotada del deseo, de algo más profundo, de la necesidad. Y si siguiésemos más, si nos adentráramos más, podríamos ver, y lo vemos en el rostro, en la sonrisa de un niño: la plenitud.
Ese estado, esa afectividad en paz, esa serena quietud, cuando la vida nos inunda de dicha, de buena ventura, de fe, de amor, de esperanza.
Instantes fugases y divinos en los que es mejor callar y bendecir.
Si ha leído este capítulo, me gustaría escuchar sus comentarios, enviando un mail a pensamientos@karigue.com.ar.
Gracias. Karigüe
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