Anales de la Academia Nacional de Ciencias de Buenos Aires (año 2005)
“Psicología del Quijote”
Del Dr. Raúl Ballbé
La pasividad del espíritu es el momento privilegiado para que se nos manifieste, con la mayor plenitud, el don ofrendado y en esto radica la preeminencia del espíritu de la infancia, ubicado bajo el doble signo de la esperanza y de la gracia pues el niño no es una especie de esbozo de hombre al que se mira con indulgencia, sino, por la pureza, por el gusto de lo absoluto, es su modelo ideal. Como dice Bernanos: “del niño que fui y que es ahora para mí como un abuelo”. Se trata de una vuelta a sí mismo, de desprender lo aprendido para aproximarnos al fundamento de todo cuanto sobre él construimos y recibimos posteriormente. Lo que nos han enseñado es una cosa; la educación es otra.
La propia experiencia confirma que la frase cerventina: “el mundo hemos de dejar/del modo que le hallamos”, no es un lugar común, sino un pensamiento revelador de la íntima y profunda ley arquitectónica del autor. Américo Castro nos señala de las consecuencias morales de tal actitud. Si el carácter y su secuela la conducta son inmutables, la razón podrá darse cuanta de ese estado, pero no lo podrá variar. La moralidad se convierte en un hecho positivo, que en los sensible nos contentará o nos amargará pero que, en realidad, no merecerá censurada ni elogio; el individuo experimentará automáticamente los desarreglos de su conducta. La moral deja de estar gobernada por el ideal religioso para ser una manifestación de la naturaleza humana: el mundo es así y es inútil querer variarlo. El Quijote parece ser el gran exponente literario de esta concepción del hombre.
Pero ¿sabemos acaso qué es el carácter?. Las nociones comunes que nos ofrece el lenguaje son sumamente vagas y confusas. A veces nos hacemos de él, una idea tan elevada que no hay ser concreto que pueda encarnarla o bien lo rebajamos a tal punto que se reduce a una cualidad particular mas o menos arbitrariamente elegida como la energía, la firmeza de voluntad, la continuidad de las ideas y de la conducta o uniformidad de las costumbres. Dicho con otras palabras, o bien consideramos el carácter como un ideal tan alto que se vuelve inaccesible – como el querer ser Anadís Gaula, ideal desmesurado y presuntuoso de Don Quijotes – o lo ponemos al alcance de todos y pretendemos aprehenderlo en los más ínfimos ejemplares y en los muestrario más toscos de la naturaleza humana, como aparece en los inventarios al uso de la psicología clínica. El Quijote nos somete constantemente a la tensión y a la dialéctica sin superación posible entre el ideal caballeresco de un España que es carcomida por la comercialización de las relaciones humanas y por el alma necrófila y resentida de la novela picaresca. El alejamiento melancólico del mundanal ruido, a causa de un legítimo hastío encubierto por el discreto arrepentimiento de Don Quijote, es signo de nobleza.
Si el carácter es una feliz disposición del temperamento, de la cual hay que felicitarse cuando es concedida, sería entonces, en el orden de la naturaleza, el equivalente a la gracia en el teológico y, si la merecemos, habría que ser digno de conservarla. El carácter como la constitución orgánica, es lo que recibimos y nos constituye: es el cimiento que debería soportar cuanto le exijamos, al mismo tiempo que nos señalará los límites. De esta tensión surgirá el tema cervantino del acierto y del error.
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