Dividiendo la esfera de la mente en sus tres manifestaciones más definidas, tenemos el Intelecto puro, el Gusto, y el Sentimiento moral. Sitúo el gusto en el medio, porque es precisamente ésta la posición que ocupa en la mente. El Gusto mantiene intimas relaciones con ambos extremos; pero del Sentido moral los separa una diferencia tan leve que Aristóteles son vaciló en clasificar algunas de sus operaciones entre las mismas virtudes. Con todo, encontramos las funciones de cada uno delimitadas con suficiente precisión. Exactamente como el Intelecto se preocupa de la Verdad, así también el Gusto nos informa de la Belleza, al paso que el Sentido moral sugiere la noción del Deber. Acerca de esto último, observamos que mientras la Conciencia nos nuestra la obligación, y la Razón la utilidad que de ella se deriva, el Gusto se contenta con desplegar sus hechizos, siempre en guerra contra el Vicio, basándose únicamente en su deformidad, su desproporción, su animosidad hacia lo que es digno y adecuado y armónico, en una palabra, hacia la Belleza.
El sentido de la Belleza es un instinto inmortal arraigado en el espíritu del hombre. A este sentimiento se debe a que nos deleitamos en la multitud de formas y sonidos y fragancias y sentimientos, entre los cuales nos novemos. Y exactamente como el Lirio es reflejado en el lago, o los ojos de Amarilis en el espejo, así también la simple repetición oral o escrita de aquellas formas y sonidos y colores y fragancias y sentimientos, constituyen un duplicado manantial de goce. Pero la poesía no consiste en una mera repetición. Aquel que simplemente lleva a cabo, aun con el mayor entusiasmo o siquiera con vehemencia, una descripción fiel de las perspectivas y sonidos y fragancia y colores y sentimientos, que comparten en común con el género humano, ése, digo yo, habrá fallado, no obstante, la manera de probar su divino título. Hay todavía un cosa que él no ha sido capaz de alcanzar. Nosotros experimentamos siempre un sed inextinguible, y él nos ha mostrado la cristalinas fuentes donde mitigarla. Me refiero a nuestra sed de inmortalidad. Este afán es a la vez una consecuencia y un testimonio de nuestra perdurable existencia. Es el mismo anhelo que siente la polilla por al estrella. No es el mero deseo de contemplar la Belleza entre nosotros, sino el loco empeño por alcanzarla en lo alto. Inspirados en una estática presciencia de los esplendores del más allá, forjamos multitud de combinaciones con las cosas y pensamientos temporales a fin de alcanzar una brizna de aquella sublimidad cuyos verdaderos elementos pertenecen quizás únicamente a la eternidad. Y así, cuando bajo el influjo de la poesía o de la música – el mas arrebatador de los instrumentos poéticos -, nos deshacemos en llanto, lloramos entonces no, como el Abate Gravina supone, por exceso de goce, sino por una especie de amargura, fruto de nuestra impaciencia y petulancia, ante nuestra incapacidad de cautivar desde ahora, por entero, aquí en la Tierra, y de una vez para siempre, aquel júbilo divino y arrebatador de que a través del poema o a través de la música nos sentimos penetrados sólo por un breve e impreciso momento.
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